Del ascenso sigiloso al rugido de dragón.
Hace poco más de cuatro años el líder chino Xi Ximping se presentaba en la cumbre del turbo capitalismo que encarna Davos, como el cuidador y garante del orden capitalista liberal montado por el poder americano pos segunda guerra mundial. La decisión del entonces Presidente Trump de no concurrir a esa reunión del capitalismo hiperfinanciero, derivó en que algunos de los más influyentes medios de prensa internacionales elogiaran las palabras y firmeza del premier chino en ponderar y buscar preservar ese orden liberal, que desde 1979 le ha permitido a China pasar de un PBI per cápita de 100 dólares al actual de poco mas de 10 mil dólares y sacar de la pobreza a al menos 500 millones de personas. Desde algunos minoritarios sectores de la academias y del periodismo internacional, se interrogaban acerca de como un régimen autocrático y con crecientes grados de culto a la personalidad podía ser el nuevo conductor de ese mundo liberal que Washington diseño casi ochenta años atrás. Paradójica convergencia entre los neoliberales occidentales mas ortodoxos, que desde hace décadas tienden a tener visiones meramente economicista de lo que se debe entender por liberal, y aquellos que respaldan el modelo económico aplicado por el Partido Comunista Chino desde hace cuatro décadas como un supuesto mal necesario y transitorio para alcanzar la primicia mundial y la consolidación del modelo político autoritario dentro y fuera de China. Esa reunión en Davos parecía marcar el punto mas alto del soft power chino o el componente de atracción y consensual de una hegemonía en formación. Pero se irían dando un conjunto de eventos que transformarían el escenario antes mencionado. En el plano doméstico de China, Xi Ximping avanzó a toda velocidad en dar por terminado el plazo máximo de 8 años para los líderes del país adoptado pos muerte de Mao. Al mismo tiempo que se volvía de manera más y más marcada al culto a la personalidad y a la concentración del poder en una sola persona tanto de la conducción del país, del partido y de las FFAA. A esto se sumaría el inicio de la difusión del Covid en algún momento a precisar entre Noviembre y Diciembre en ciudades chinas. La opacidad que vieron diversos países del mundo en ese manejo por parte de Beijing, generó una oleada de criticas y dudas. La reacción del gobierno chino fue no aceptar ningún cuestionamiento y a potenciar al máximo las presiones contra aquellos Estados que osaban apuntarla con el dedo. Uno de los casos más paradigmáticos fue el de Australia. Todo acompañado por una diplomacia más áspera y con duras advertencias. Adecuadamente sazonado por campañas de opinión publica en donde por medio de filmes fuertemente nacionalistas y guerreros, se buscó reforzar la idea de poder en plena expansión. La plaga del Covid iniciada en China, no hizo más que apresurar ésta conducta que se venia percibiendo en los últimos años. La aguda grieta existente en la vida política de los EEUU a partir del triunfo de Trump en el 2016 y la búsqueda de la reelección en el 2020, hizo que el Partido Demócrata buscara cargar todas las tintas en el Presidente republicano y no en China. Habría que esperar a Noviembre 2020 para que a partir de la victoria de Biden, la estrategia pasara a ser el orientar los dardos a Beijing y hacerlo de manera aún más aguda que el propio Trump. Diversos países de la zona del Indo Pacifico, Oceanía y Europa, comenzaron a hablar de un creciente bullying de la diplomacia china. Ello llevó a un acercamiento más intenso en el plano estratégico militar entre los EEUU y la India, un sustancial aumento de los presupuestos militares de Japón y Australia y la formalización de un espacio de coordinación estratégica entre los cuatro países. La misma Rusia de Putin, vista muchas veces como aliada de China, aceleró y potenció la entrega de sofisticados misiles antiaéreos de largo alcance, submarinos de propulsión nuclear y ultra modernos aviones de combate a la India. Un país históricamente enfrentado a China. Tambien Moscú reforzó su capacidad de misiles tácticos nucleares en frontera con China. La renaciente fuerza aeronaval británica a partir de la puesta en servicio de dos grandes portaviones está demostrando un creciente énfasis e interés en ejercitaciones militares con los EEUU, Australia, Japón e India. Aún en la posmoderna y pos heroica Unión Europea, se escuchan crecientes cuestionamiento a la aspereza de la diplomacia china. Lo cual viene facilitando el interés de Washington de sumar las banderas y ciertas capacidades bélicas, en especial navales, de países como Alemania, Italia, España, Portugal y la misma Francia, en despliegues transitorios y maniobras en el Pacifico. En nuestra región quizás aún no se percibe tan claramente el proceso antes mencionado, dado que la condición de proveedores de materias primas a chinas, la marginalidad del gran tablero geopolítico mundial y elites políticas no caracterizadas por su transparencia y eficiencia, hacen que muchos, por supuestas intrincadas y confusas simpatías ideológicas y o atracción al poder económico chino, tiendan a lógicas discursivas y aún estéticas personales de alineamiento carnal con Beijing.
Desafiando la doctrina Monroe.
En 1996, en pleno momento unipolar de los EE.UU., Peter Smith -uno de los estudiosos más importantes de la relación entre los EE.UU. y América Latina- afirmaba en su libro “Talons of the Eagle: Dynamics of U.S.: Latin American Relations” que una de las constantes en esa relación era que Washington veía a la región como una zona segura, no amenazante y que permitía que, por medio de políticas burocráticas más o menos coordinadas de las agencias estatales, pudieran preservarse los intereses vitales de los Estados Unidos. En su repaso de la postura estratégica de Washington respecto de América Latina en los cien años precedentes, el autor observa una lógica pendular entre aquellos momentos en los que la región absorbía gran interés y esfuerzo del poder americano y aquellas largas etapas en las que prevalecía un menor interés y preocupación. Esa “normalidad” se veía interrumpida por eventuales factores externos, que obligaban a adoptar políticas y estrategias más activas, articuladas y de largo plazo o grand strategy usualmente reservadas para las zonas estratégicas más calientes durante el siglo XX, como Europa y Asia.
¿Cuáles eran los eventos que alteraban esa “parsimonia burocrática” en la relación con los Estados latinoamericanos? Básicamente, aquellos en los que se percibía o evidenciaba un rol activo y amenazante de una gran potencia estratégico-militar extra continental en la región.
Un primer caso fue el de la Alemania nazi (y, en menor medida, el fascismo italiano) durante la década del ’30, especialmente, en la entonces próspera y poderosa Argentina y en el separatista sur del Brasil. En este momento, la decisión estratégica del presidente Franklin D. Roosevelt fue articular lo que se denominó la “política del buen vecino”, con el objeto de reforzar los vínculos políticos, diplomáticos, militares, comerciales y económicos de los EE. UU. con los países de la región. El interés y la necesidad de cuidar y cultivar la relación con nuestro país se pusieron en evidencia tanto cuando Roosevelt realizó una visita oficial a Buenos Aires, en 1936, como cuando se encargó de buscar al mejor médico que pudiera ayudar al entonces mandatario argentino, Roberto Marcelino Ortiz, a evitar una pronta ceguera, en 1942. Los historiadores han registrado cartas importantes y muy amistosas entre ambos mandatarios. En algunas de ellas, escritas a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el mismo Ortiz destaca la necesidad de que ambos países enfrenten juntos la amenaza antifascista. Sin dudas, una revisión de esa etapa de la historia argentina, muestra que el fallecimiento de dos caudillos políticos, como Alvear y Justo, y la salida del poder de Ortiz, debido a sus padecimientos de salud, cambiaron el curso de la inserción internacional Argentina durante y después de la citada guerra.
El fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazi-fascismo desactivaron, en gran medida, ese interés prioritario. El foco de atención se centró en la necesidad de reconstruir y estabilizar Europa Occidental y Japón, a fin de contener la poderosa influencia del atractivo ideario comunista con base en la URSS de Stalin. Tal como escribiera el gran historiador y geopolítico americano George Kennan en su “largo telegrama” poco tiempo después de finalizar la guerra, el mayor riesgo para la seguridad de los EE. UU. en el corto, mediano y aún largo plazo no residía en la posibilidad de una agresión militar abierta y total de los soviéticos, sino en la penetración política, electoral, social y de inteligencia dentro de las destruidas sociedades europeas y asiáticas. En este contexto, ya no había espacio para Brasil, fiel aliado de los Estados Unidos entre 1940 y 1945, en esta nueva etapa de los intereses globales y de estrategia de contención al comunismo. Utilizando una metáfora ferroviaria, podría decirse que así como Argentina “no se subió” al tren de la hegemonía americana post 1945 -entre otros motivos, por su inercia a apostar por el Reino Unido, por la falta de complementación de su sector agropecuario con el de EE.UU. y por el ascenso del peronismo y su lema “Braden o Perón”-, el Brasil de Getulio Vargas y sucesor fue invitado a “bajarse” o “trasladarse a los últimos vagones” de ese tren.
Una segunda oportunidad en la que América Latina recuperó la atención de los Estados Unidos y dio lugar a una nueva grand strategy fue con el ascenso inesperado de Fidel Castro, aliado al comunismo soviético, en la tropical Cuba a comienzos de la década del ’60. Contra todos los pronósticos, durante estos años, “la cornisa de la apocalipsis” no se encontró en zonas prioritarias como Europa, Asia o el Golfo Pérsico, sino a unos pocos cientos de kilómetros de Miami, en suelo cubano.
En este contexto, el presidente Kennedy y su equipo articularían la denominada “Alianza para el Progreso”, una mezcla de “zanahorias y palos” para la región. En efecto, esta estrategia combinó el impulso a los gobiernos democráticos moderados de la región, el estimulo a las reformas agrarias y el fortalecimiento de los lazos comerciales e inversiones, por un lado; con la enseñanza de estrategias y tácticas contrainsurgentes (o COIN) basadas tanto en la experiencia de los Marines en las guerras de comienzo del siglo XX en Filipinas y Centroamérica, entre otras (plasmada en el manual operativo de 1940 de esa fuerza), como en el conocimiento y “la prueba y error” de las campañas francesas en Vietnam y Argelia, por el otro.
El asesinato de Kennedy en 1963 hizo que, durante décadas, prevalecieran más los “palos” que las “zanahorias” para la región (tal vez, podría decirse, hasta el impulso a la democracia en América Latina decidido por Washington a comienzos de los años ’80 pos Guerra de Malvinas).
El colapso del imperio soviético en 1989, la desintegración de la URSS en 1991 y la existencia de una China comunista pero de buen trato diplomático con los EE. UU. desde 1972 (gracias a Nixon y a Kissinger) y pro capitalista desde 1978 darían lugar a un escenario descripto por Francis Fukuyama como el “fin de la historia” (…) y por Kenneth Waltz como un “momento unipolar” de los EE.UU. (…), que se extendería por dos décadas o más.
Un dragón suelto en el patio trasero.
En el presente artículo, hemos abordado la ya clara y creciente tercera “irrupción externa” de una superpotencia en la región, la cual volverá a activar en Washington los engranajes de una grand strategy que combine de manera armónica la acción de sus diversas agencias federales con el rol de las empresas de origen americano que operan en la región.
Se trata de un escenario en el que se observa un ascenso de China que ha dado lugar a diversos análisis sobre la existencia de un nuevo bipolarismo, esta vez entre los Estados Unidos y la potencia asiática. Desde hace ya varios años, Beijing es el primer o segundo socio comercial de la mayor parte de los países del hemisferio americano. En el caso de la Argentina, desde 2014 tiene bajo su control una base satelital en la provincia de Neuquén. y ocupa, asimismo, el rol de aliado simbólico y material de los sectores políticos con una retórica anti-norteamericana. Ambos factores permiten diferenciar a China vis-à-vis las amenazas extra hemisféricas citadas previamente, es decir, la Alemania nazi y la Unión Soviética. Por un lado, ninguna de ellas logró, ni siquiera en su momento de esplendor, acercarse o igualar en PBI a los EEUU. Así, por ejemplo, durante los años ’60 y comienzos de los ’70, la URSS tenía un PBI que llegaba sólo al 40% del de su rival americano. Además, mantuvo siempre un perfil muy bajo en el entramado del comercio mundial y una escasa interdependencia económica con el capitalismo occidental, contrariamente a la China actual. Por el otro, el principal activo que ofrecían Berlín y Moscú en los años ’30 y ’60 eran sus cargas ideológicas -acompañadas de eventuales negocios y comercio-; a diferencia del caso de China, que se centra sobremanera en su poder financiero y comercial, así como en el interés de diversos dirigentes del Tercer Mundo en desatarse de la supervisión de la Justicia de los EE.UU. y de los informes de Washington sobre derechos humanos y lucha contra la corrupción.
Pocas dudas caben que China es hoy el verdadero desafío estratégico para los Estados Unidos, aún cuando la política estadounidense ha invertido y continúa invirtiendo una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo en focalizar las críticas y alertas en Rusia y en Putin. Los gobernantes de nuestra región deberán redoblar su prudencia y articular espacios de coordinación regional y subregional para saber moverse y salir lo mejor posicionados que sea posible de esta puja entre titanes. Como dice un viejo proverbio africano, cuando dos elefantes se pelean quien más sufre es la hierba que pisan.
Ya en 2016, en una recordada conferencia poco tiempo antes de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, Henry Kissinger recomendó enfáticamente desarrollar una relación fluida y constructiva con Moscú para tratar de reducir los márgenes de maniobra de China en el tablero internacional. Tanto el empantanamiento de los Estados Unidos en largas y costosas guerras en Afganistán e Irak como los fallidos intentos de llevar formas democráticas de gobierno a Medio Oriente durante los mandatos de George W. Bush y Obama reportaron en el pasado grandes beneficios a Beijing. Si a ello se suma, priorizar cuestiones domésticas que conducen a sobrecargar las tintas sobre Rusia, el rédito para los diseñadores de política exterior y defensa en China no podría ser mayor. Las agudas tensiones diplomáticas y militares existentes entre los EEUU y Rusia desde mediados del 2021, pero ya con antecedentes a partir del 2014, no hacen más que potenciar la inercia antes anunciada y que resulta tan funcional a China. De la suerte y de la virtud de la los tomadores de decisión de Washington, dependerá de no dejarse atrapar por la dinámica de priorizar la puja con un spoiler como es Rusia, en lugar que con China en su categoría de rival estratégico de una magnitud y proyección nunca antes visto por la superpotencia americanas. Por último, pero no por eso menos importante la eventual próxima grand strategy americana versus China a escala global, deberá darle a América Latina una mayor importancia relativa. Si los EEUU tuvieron la capacidad de proyectar fuerzas hacia Europa y Asia en 1917, 1941 y durante la Guerra Fría, se debió a su unipolaridad y hegemonía en el hemisferio. Un deterioro sustancial de esa ventaja geopolítica, tendría serias consecuencias para Washington.